La semana pasada durante la revisión del año de una paciente de cirugía plástica, la mujer me dijo medio en broma medio en serio “aunque parezca mentira, desde que me operó la barriga, la vida me ha cambiado mucho. Ahora la miro con otros ojos, con más alegría”. Y efectivamente, aquella mujer irradiaba un optimismo casi contagioso que no tenía la primera vez que llegó a mi consulta.
A pesar de que ella creía que todo venía desde la operación, yo le expliqué que lo que realmente había cambiado era su actitud ante la vida. El resultado de la cirugía le había ayudado a sentirse más segura de si misma, a creer en ella, a que su autoestima fuera más fuerte, pero que había sido ella quien lo había hecho posible. Eran sus ojos los que miraban el futuro con ganas de luchar.
Como buen profesional, me fui a mirar estudios para saber porqué mi paciente creía firmemente que ahora todo le iba mejor, porqué se había convertido en una optimista ante la vida.
Y resulta que las personas optimistas son más felices, simplemente porque miran el mundo con buenos ojos. Por lo que aquello que la vida es según el cristal con el que se mire, es cierto. Cuando afrontamos nuestro día a día con ganas de luchar, de convertir la adversidad en desafío, de no venirnos abajo a la mínima de cambio, tenemos más éxito en nuestro trabajo, en los estudios o en cualquier otra actividad que nos propongamos. Pero, además, los optimistas tienen menos problemas de salud y cuando se enfrentan a una dura enfermedad, consiguen hacerla más llevadera.
No sé si el optimista nace o se hace. Pero en una sociedad como la nuestra, donde tantas personas sufren depresiones, donde el pesimismo aflora por cualquier esquina, donde la crisis está poniendo a prueba a tantas familias, vale la pena suponer que el optimista se hace y que todos podemos luchar para levantarnos por la mañana con una sonrisa puesta.